cómo construir puentes

Sobre "Historia del llanto", de Alan Pauls





Comencé a leer Historia del llanto tres veces, y la última lo terminé, convencido de que es un libro valioso y arriesgado. ¿Por qué, entonces, me costó darle continuidad a la lectura? Porque la prosa de Pauls no genera tanto ansias de seguir leyendo como de llegar a leer. La fuerza de sus mejores párrafos no abreva  en la promesa de un futuro inquietante, sino en una especie de sombra o misterio que parece rondar y a la vez ser el núcleo de cada palabra.

Pero ¿por qué, como lector, uno tiene la sensación de que no logra asir la esencia del texto? Amén de cierta arbitrariedad y vaguedad temporal, que le permite al narrador saltar de una edad a otra del personaje sin dar mayores rodeos, amén de las oraciones demasiado largas, que a menudo pierden el hilo discursivo y al final se interrumpen abruptamente para retomarlo, amén de esos corchetes con puntos suspensivos sembrados acá y allá, que nos hablan de fragmentos del texto amputados por un motivo que desconocemos; amén de todo esto, digo, si el lector se siente tras la pista de algo que en verdad no podría definir, se debe a que lo que cuenta Historia del llanto es la formación de una sensibilidad -la de un chico criado durante la dictadura y sumergido en un entorno familiar difícil.

¿Qué contar, entonces? ¿Cómo se narra cuando lo que se persigue es dar cuenta de cómo se conforma una personalidad, un carácter, un humor, entre el barro de la historia política y el de la intimidad de una familia?

Pauls, además de utilizar los recursos ya enumerados antes (el más perverso, sin dudas, los tres puntos encorchetados), crea un personaje reflexivo, una especie de niño prodigio del cultivo de la soledad, un chico que a edades muy tempranas ya demuestra destreza en su forma de hablar, lee cómics con avidez, critica el cine de Kurosawa, medita en torno a los chistes gráficos de Norman Rockwell.

Tenemos, entonces, a un personaje capaz de pensarse a sí mismo.

Y a esto se le suma el hecho de que el narrador, en tercera persona, es meticuloso, especulador, una mezcla finamente calibrada entre filósofo, científico y psicoanalista.

El resultado de esa fusión curiosa -un personaje reflexivo y un narrador que a su vez especula con las reflexiones que lleva ese personaje- es un discurso difuso, donde no se sabe a ciencia cierta si lo postulado forma parte de las elucubraciones obsesivas del chico o de la voz calculadora del narrador. Esa zona incierta, que podemos imaginar como una franja borrosa que separa la luz de la sombra, carga de una rara potencia al relato, como si en el fondo la voz del narrador y la del del personaje fueran la misma voz, o al menos brotaran de la misma abertura misteriosa.

Si tuviera que arriesgar cuál es el tema que, de alguna manera, guía la narración, diría: el dolor. Porque son la debilidad, el sacrificio y el llanto los rieles de los que el narrador se cuelga para llevarnos hacia los distintas escenas que atraviesa el personaje a lo largo de su vida. Eso no implica que el personaje no tenga sus descubrimientos (el episodio del final, sin ir más lejos, pero también su pasión casi insoportable por la lectura, entre otras pasiones) e incluso sus epifanías (el afloramiento de lo que llama "la náusea" mientras escucha al cantante popular recién vuelto del exilio). Pero lo que parece unir a todas estas experiencias, lo que parece mantenerlas inexorablemente unidas como un ramillete nervioso, es el dolor. Y no entendido ya como sufrimiento, pena o compasión, sino como límite del ser, como prueba última o primera de que existimos (la tesis de que el dolor, como dijero un personaje de Bolaño, ata a la vida).

Habrá que seguir pensando lo inenarrable. Por lo pronto, creo que este libro es original: apuesta a inventar otra forma de narración, más incierta, más abierta, y no por eso menos contundente. La pluma sólida y perversa de Pauls se aventura con coraje por caminos inexplorados.