cómo construir puentes

Un pequeño milagro







"El agua de la ducha dejó de correr. Un momento después oí que Herb silbaba al abrir la puerta del cuarto de baño. Seguí mirando a las mujeres de la mesa. Terri seguía llorando y Laura le acariciaba el pelo. Me volví hacia la ventana. (...) Pensé, abruptamente, que era una lástima que los McGinnis no criaran caballos. Quería imaginar a unos caballos galopando por aquellos campos al oscurecer, o incluso quietos, con las cabezas vueltas en direcciones diversas, cerca de la valla."


Principiantes, Raymond Carver






Hace poco resignifiqué los conceptos tradicionales de tono narrativo y estilo literario. Si hasta el momento consideraba al primero como la construcción potente y verosímil de una voz (con la destreza técnica y la inspiración artística que esto requiere) y, en otro orden, al estilo como un ritmo lingüístico propio del escritor, indisociable de ciertos temas y obsesiones, ahora pienso ambos conceptos como parte de una jerarquía virtuosa:

Lograr un tono sería lograr un fluido ficcional estable y continuo, que tiene sus momentos de condensación y brillo (Truman Capote, por ejemplo, o Ian McEwan).



En cambio, un estilo sería lograr, mediante una feroz economía de fuerzas, pequeños milagros que arrastren el texto de un golpe hacia una zona desconocida, inhóspita y maravillosa (Bolaño, Borges, Cortázar, Carver). Un escritor que ha ganado un estilo sería un escritor capaz de desbordar el texto dentro del texto mismo, hundiéndolo en un fugaz abismo del que ya no se puede volver.

Hoy releí el cuento 2073, de Bruzzone -un cuento extraordinario-, y hubo un fragmento que me impulsó a repensar estas cuestiones:

"...Los golpes al corazón pueden hacer que uno replantee toda su vida en segundos, que esos segundos exploten en otros y en otros, y entonces todo el tiempo se puede concentrar en un solo instante, como las ideas sobre la muerte en un velorio o la luz en una sala de espejos..."

Problemas psicológicos

"Dios  mío,  ¿por  qué  me  siento  tan  culpable?  ¿Será  porque  odié  a  mi  padre? Probablemente la causa está en el incidente de la ternera “a la parmigiana”. Bueno, ¿qué hacía eso en su cartera? De haberle escuchado, ahora estaría ahormando sombreros para ganarme la vida. Me parece que le estoy oyendo: «Ahormar sombreros… ¿concibes algo mejor?». Recuerdo su reacción cuando le dije que pretendía dedicarme a escribir. «Lo único que tú escribirás será en colaboración con un búho». Sigo sin tener ni idea de lo que quiso decir... ¡Qué hombre tan triste! Cuando representaron en el Liceo mi primera obra, “Un quiste para Gus”, se presentó la noche del estreno con frac y careta antigás."

Woody Allen,
en Sin plumas

Un enorme barco de papel




          Primero hay que decir que vivo en el barrio porteño de Núñez, o mejor dicho en las Lomas de Núñez. Esto es, que vivo en una zona residencial que nunca sufre inundaciones –más bien las desplaza hacia los terraplenes de Belgrano– y que linda con el Puente Saavedra, es decir con la Provincia de Buenos Aires. Aclarado esto, resulta natural que a veces, cuando salgo a caminar, llego inesperadamente a la ex ESMA.

Pero no. No resulta natural. ¿Por qué, entonces, siempre me veo llegando, como me sucedió esta tarde, al edificio de la ex ESMA? Tal vez porque caminar sin rumbo implica siempre poner en movimiento la memoria, trabajar con el pasado y con los sueños, con los recuerdos más placenteros pero también con los exabruptos de la imaginación.

Cuando lo vi desde la vereda de enfrente, antes de cruzar Libertador, ese predio inmenso, sembrado de edificios adustos de paredes color crema, se me representó como una inmensa promesa de amor. Pero oía unos gritos apagados de fondo. Una sombra titilaba en el cielo, preñada de colmillos.

Me resultó curioso que una parte del predio esté todavía en construcción. Ha sido así desde que yo lo visito, hará más de dos años, y hoy, por primera vez, inquirí el motivo de las obras. La respuesta del administrativo fue que quieren reutilizar los grandes galpones abandonados, arreglar los caminos, incrementar la iluminación. Yo prefiero pensar que un espacio para la memoria (y no, precisamente, un museo de la memoria) requiere siempre de una parte derruida, precaria, un costado aún no elaborado por los discursos o los sentimientos. Es decir: una zona franca del trabajo humano.

También me pregunté, por primera vez, por las decisiones que debieron tomarse cuando se decidió convertir la Escuela de Mecánica de la Armada en un centro de documentación de los desaparecidos en dictadura, y en esos Centros Culturales que están hoy en día entre los más importantes de la ciudad: el ECUNHI y el Conti. Los alemanes enfrentaron el mismo debate después del Holocausto: ¿qué hacer con los edificios del nazismo, o en nuestro caso, de los militares? ¿Los preservamos tal cual, para poder mirar el horror a los ojos cuando necesitemos hacerlo, o los reconvertimos en centros de reunión, de disfrute, de cultura? La respuesta sin miramientos del administrativo del Conti me dejó pensando: el viejo casino militar se va a conservar, tal cual, hasta que el polvo mismo de la historia arrase con él. Lo cierto es que, en el caso de que el casino se conserve tal cual, en el predio existen muchos otros espacios diversos con los que se completa (se re-construye) una visión polifacética sobre la historia política de los últimos años y sus hacedores (es decir, sobre nosotros). Sin ir más lejos, el administrativo me invitó finalmente a visitar una excelente muestra fotográfica, de la que me gustaría destacar, ahora, tres o cuatro fotos. Esas fotos –o mejor dicho, otra foto, la que ahora sostengo en mis manos, pero que resume y justifica a las anteriores- depararon el humilde destino de este artículo.

El objetivo general de la muestra era exponer todo aquello a lo que "la ciudad le da la espalda". Amén de la belicosidad político-instrumental del lema -con el que, por otro lado, estoy completamente de acuerdo, salvo que reemplazaría “la ciudad” por “las personas que viven en la ciudad”-, se apreciaban retratos muy perspicaces de nuestra gente y de sus luchas. Retratos donde la naturaleza, la pobreza y la locura son vistos como los tres grandes monstruos que negamos.

Como la sala estaba vacía, vagué largo rato, dejándome llevar de manera caprichosa por impulsos que me alejaban o me acercaban a las imágenes. En una de ellas, la cámara se apoya al ras de una ancha estepa de pastos amarillos, crecidos, secos –tardé en reconocer el famoso Parque Indoamericano-. Vemos, en primer plano, una carpa improvisada con dos bolsas de residuos, un palo de escobillón y una vistosa caña, que de paso sirve de mástil a una gran bandera argentina. Al costado de la carpa puede verse, más pequeña que la bandera y como en segundo plano, a una mujer de rasgos aindiados, sentada en un banco de tres patas y mirando a cámara con los ojos entrecerrados.

Otra de las fotos muestra el barrio popular número 17. La cámara captura cientos y cientos de casuchas construidas con chapa, cartón y madera, que se extienden sin solución de continuidad hasta el horizonte. Absolutamente todas están cubiertas hasta la mitad (y algunas ocultas casi por completo) por el agua de una inundación, de manera que parece que cada casa o choza fuera una balsa en medio del diluvio universal. El cielo gris y celeste se refleja en el agua. La sensación es que esa fina costra compuesta por los caparazones de todas las casuchas está suspendida en el cielo inconmensurable.

La última de las fotos que procuré recordar en detalle es más curiosa. Se trata de un ambiente infame –un baño, tal vez una despensa vacía– del Hospital Borda, en cuyo centro se yergue un barco de papel literalmente gigante, del tamaño de un ser humano. La manufactura del barco parece obedecer al sencillo procedimiento que todos aprendimos en la escuela. Pero el barco, lo repito, es inmenso, y está solo en la fotografía, apoyado torpemente contra una pared sucia.

Tuve una sensación de exaltación, y hasta de aventura, cuando contemplé la imagen patética. Y esto porque me pareció, por un momento, que los locos eran más capaces de crear su propia realidad que nosotros mismos. Pensé que la suerte de un loco en un manicomio abandonado de Latinoamérica puede ser mucho más venturosa que la de un vulgar maníaco en una clínica europea de alta complejidad. Faltan médicos, faltan enfermeros, faltan psicólogos. Pero lo que no faltan, definitivamente, son artistas.

Imaginé en un segundo todas las posibilidades expresivas explotadas al máximo en un edificio inmenso repleto de locos contentos o melancólicos. Imaginé una vida de la imaginación y la acción, una filosofía profana, purificadora. Todo lo vi en un segundo (como lo ve un personaje llamado Borges en un cuento insigne).

Después di unos cuantos pasos adelante, como para acercarme al inverosímil cuadro, y escuché un leve rasguido. Al mirar al piso vi una postal dada vuelta. Me agaché y la agarré.

En la parte frontal –la observo ahora en mi casa, frente a mi escritorio, mientras el sol cae sobre las Lomas de Núñez como si estuviera naciendo, como si en realidad el ocaso fuera un amanecer– se ve a un hombre de bigotes y anteojos, sentado en una silla, en medio de un corredor. Pierde la mirada en algún lugar lateral. En su mano izquierda sostiene un cigarrillo. La derecha la tiene apoyado sobre una especie de carpeta (¿o es un libro?) que descansa sobre su falda. Al darla vuelta, palabras textuales, leo: “Levanté un negativo que se había caído, lo miré a contraluz y me di cuenta de que era yo. Estaba mi foto junto con la de otros compañeros desaparecidos. Escondí esos negativos y me los llevé como prueba y testimonio de lo que había ocurrido dentro de los muros de la ESMA". Bajo a este breve texto hay unos renglones para que el lector complete la escritura a piacere y, más abajo, el logo aguerrido del Espacio para la Memoria. Cuando levanté la vista y volví a mirar la foto del barco, ese inmenso y sencillo barco de papel en medio de una habitación descascarada, tuve una espiral de felicidad.

Solo ahora entiendo por qué.