El mal exige
palabras. La Miseria
(es decir la crueldad y su doble de riesgo, la autocompasión) y la Desgracia (es decir los
tajos que nos propina el hacha del azar, y contra los que, estrictamente, poco
o nada podemos hacer) son como dos monstruos que, al devorarse entre sí, se
fortalecen. Crecen. Y el lenguaje, ante ese agujero negro, cede y no alcanza.
Pareciera que para hablar del mal, en verdad, las palabras nunca alcanzan.
Y si un
escritor se propone hablar del mal y construir, en el camino, una épica,
es decir una historia de héroes valientes y de batallas perdidas, y que la
narración atraviese como una flecha los ecos dejados por las dictaduras y
las rebeliones latinoamericanas, las guerras de independencia, el
holocausto, la Rusia
stalinista y hasta la conquista de América, lo mínimo esperable es que el
resultado sea una novela madre de entre 500 y 800 páginas.
Pero
Roberto Bolaño lo hace en 157. Y el título del viaje es Estrella distante.
Desde un
principio el narrador, que asiste junto a su amigo Bibiano O´ryan a los
talleres de poesía de la ciudad de Concepción (Chile), nos habla de Alberto
Ruiz Tagle, un enigmático colega de taller, quien será el personaje central de
la novela. Lo cierto es que sabemos poco del tal Ruiz Tagle, a excepción de que
su nombre real es Carlos Wieder (y que por lo tanto se trata de un impostor que, en el año 73, andaba dando vueltas por los ámbitos culturales de Chile). Más
adelante se nos contará de sus crímenes atroces, de sus virtudes para la
aviación, de sus poemas escritos con humo blanco sobre el cielo de Santiago, de
sus peculiares ideas artísticas –toda una estética del horror–, de su viaje al
Polo Sur, y también de sus problemas con el stablishment pinochetista. Porque Wieder,
amén de ser un asesino, es sobre todo un hombre de vanguardia y, en este sentido, un incomprendido. Tanto que, al igual que el narrador y la mayoría de
sus amigos, deberá exiliarse al poco tiempo de asestado el golpe
militar.
Y sin embargo, no lo perderemos de vista.
Ahora
bien, hasta el momento del exilio, lo poco que sabíamos de Wieder provenía no
tanto de la experiencia directa del narrador como del relato de sus allegados.
Este procedimiento literario, que constituye el núcleo estructural de varias novelas de
Bolaño, entre ellas Los detectives salvajes, se potenciará cuando el narrador
deba fugarse a México y luego se instale en España, tomando así distancia de sus
amistades y del propio Wieder, quien a su vez será lanzado a realizar su propio derrotero por
el mundo. El exilio, en este sentido, funcionará como un disjecta membra (término en latín que refiere al desemembramiento de un cuerpo): una suerte de límite de perdición, que inaugura una zona de apertura donde las
voces se disgregan, se alejan, tienden a perderse, como las esquirlas humeantes de un naufragio.
El
narrador será entonces el encargado de reunir esas voces dispersas, de convocarlas para
que den cuenta de la figura cada vez más afantasmada del Teniente Carlos Wieder.
¿Cómo? A través de fragmentos de entrevistas, recortes, artículos
periodísticos, informes policiales y forenses, declaraciones, libros de poesía
y de fotografía, y sobre todo mediante la comunicación epistolar que
mantiene con su viejo amigo Bibiano O´ryan (en este sentido, Estrella distante es una novela polifónica). Por supuesto, la
información acreditada -policiaca, legalista- servirá más para intuir
que para demostrar. Así, hacia el centro de la novela nos encontraremos con una especie de zona franca de especulación, donde la sombra de Wieder a menudo amaga con cubrirlo todo. La
cúspide de la incertidumbre será el Capítulo 7, a mi entender el más logrado de la novela, que no es otra cosa
que la pura sospecha, es decir la pura pesadilla. En la amenaza permanente, parece
decirnos Bolaño, el dolor hace cadena con el dolor y arma relaciones inusitadas
y siniestras.
Pero es
justo en ese momento cuando la figura del narrador reaparece, acompañada por la
del ex comisario Abel Romero. Ese narrador en primera, que casi había
desparecido, entra nuevamente -o acaso por primera vez- en acción. Y, por supuesto, prepara el camino para el
encuentro cara a cara con su alter ego, el poeta de avanzada Alberto Ruiz Tagle.
El secreto de la brevedad de la novela es su velocidad y su
fuerza: velocidad para arrastrar la fuerza hacia adelante, para que la fuerza
sea el futuro; fuerza para que la velocidad se sostenga, gravite, viva. La eficiencia del dispositivo narrativo reside en la potencia de la conjetura: siempre
sabemos menos de lo que estamos sospechando o suponiendo, casi todo el tiempo
estamos infiriendo. Si el narrador se vale de los registros formales de la época (el material
periodístico, jurídico y legal que proviene, casualmente, del mismo aparato que
ha sostenido y promulgado la persecución y la tortura: el Estado), lo hace con la finalidad de mostrar sus límites, sus discontinuidades, sus vacíos. Y sobre todo para aprovecharse literariamente -productivamente- de esos vacíos.
Pero, ¿cómo? ¿Cuál es el arma que utiliza Bolaño para crear a partir del horror, de lo inenarrable?
Por un lado la ironía feroz. Una ironía abierta, muchas veces ambigua y peligrosa, que a menudo complejiza y refina las voces en juego, creando zonas de sentido extravagantes, difíciles de leer -al menos de leer de una sola forma- y que representan si no el mayor logro de la novela (por su extraordinaria fuerza de condensación, por su elegancia, por su versatilidad ligera y polisémica) al menos un terreno de exploración fértil y novedoso.
Por otro lado, por supuesto, la poesía, que forma parte del tono del narrador pero sobre todo actúa como un poder de asociación, hacia el centro de la novela, entre términos que no son idénticos pero que se parecen. Hay toda una serie de sutiles -pero espeluznantes- consonancias internas, pequeños ecos que se van agrandando y transmutando y que solo funcionan en tanto existe un universo poético que los soporta y los vuelve a poner en juego de maneras imprevisibles (basta con tomar un bastión de la historia, como lo son las hermanas Garmendia, para rastrear los oscuros atavíos con que volverán a aparecer: "las mujeres muertas", "las gemelas", "los siameses" masoquistas, etc).
Gracias a este arriesgado juego de consonancias y desplazamientos, Bolaño consigue que en las páginas más inquietantes de Estrella distante todo parezca estar por algo, es decir por otra cosa. Esa otra cosa (¿una promesa terrible? ¿una duda? ¿un espejo líquido del mal?) se convierte en una sustancia que corre por debajo de la escritura vigorizando su impulso y sus potenciales alcances. Claro que estos últimos variarán de acuerdo a la lectura de cada lector. Y es que esa es la virtud de las obras literarias más valiosas: ser abiertas, polimorfas e imprevisibles. Es decir, estar vivas.
Pero, ¿cómo? ¿Cuál es el arma que utiliza Bolaño para crear a partir del horror, de lo inenarrable?
Por un lado la ironía feroz. Una ironía abierta, muchas veces ambigua y peligrosa, que a menudo complejiza y refina las voces en juego, creando zonas de sentido extravagantes, difíciles de leer -al menos de leer de una sola forma- y que representan si no el mayor logro de la novela (por su extraordinaria fuerza de condensación, por su elegancia, por su versatilidad ligera y polisémica) al menos un terreno de exploración fértil y novedoso.
Por otro lado, por supuesto, la poesía, que forma parte del tono del narrador pero sobre todo actúa como un poder de asociación, hacia el centro de la novela, entre términos que no son idénticos pero que se parecen. Hay toda una serie de sutiles -pero espeluznantes- consonancias internas, pequeños ecos que se van agrandando y transmutando y que solo funcionan en tanto existe un universo poético que los soporta y los vuelve a poner en juego de maneras imprevisibles (basta con tomar un bastión de la historia, como lo son las hermanas Garmendia, para rastrear los oscuros atavíos con que volverán a aparecer: "las mujeres muertas", "las gemelas", "los siameses" masoquistas, etc).
Gracias a este arriesgado juego de consonancias y desplazamientos, Bolaño consigue que en las páginas más inquietantes de Estrella distante todo parezca estar por algo, es decir por otra cosa. Esa otra cosa (¿una promesa terrible? ¿una duda? ¿un espejo líquido del mal?) se convierte en una sustancia que corre por debajo de la escritura vigorizando su impulso y sus potenciales alcances. Claro que estos últimos variarán de acuerdo a la lectura de cada lector. Y es que esa es la virtud de las obras literarias más valiosas: ser abiertas, polimorfas e imprevisibles. Es decir, estar vivas.