cómo construir puentes

Los asesinos de Alice Munro

No sé qué hace Alice Munro. No estoy en condiciones de decirlo, y tampoco importa. Lo importante, lo verdaderamente importante, es leerla. Su prosa es transparente e irregular. Liviana y pesada. Elegante, delicada, fuerte y letal. Cuando adjetiva, es precisa y deslumbrante. Aprende de Chejov, pero lo multiplica. Aprende de Proust, pero lo sintetiza. Sobre todo, no le teme a nada: ni a la descripción (tanto tiempo dejada al margen por creerla un vicio decadente), ni a la reflexión (tanto tiempo dejada al margen por creerla un vicio decadente), ni al barroquismo. Parece que pudiera escribirlo todo. Un argumento malo -un argumento deficiente- en sus manos es oro puro: hará con él lo impensable, lo ilimitado. Las historias truncas tendrán la mayor proyección futura. Las desarrolladas, la vitalidad y la fuerza incomprensible de un presente que se fuga para siempre. Hay mucho más que una escritora en Alice Munro. Hay, imperioso e incesante, un universo que se escribe.

Dicen que quieren matarla para heredar más rápido su legado.

Cicatrices

Hace poco vi Darjeling Limited, de Wes Anderson, y la película cumplió con creces mis expectativas, que suelen ser altas cuando se trata de los films de este joven director.

Las películas de Wes Anderson son inteligentes, sensibles y divertidas, los personajes originales, excéntricos o desopilantes, las tramas sólidas y sorprendentes, la fotografía una explosión de vida y color. Cada cuadro, además, está teñido de ese suave matiz absurdo que hace que una de las escenas más emocionantes de Life Aquatic -el diálogo por primera vez franco entre un padre y un hijo- transcurra con un inodoro náutico como escenografía de fondo.

Quizás lo más logrado, sin embargo, sea ese momento ligeramente dramático y profundamente emotivo que alcanzan todas sus comedias. Un momento por lo general trivial o bizarro, pero donde el relato entero condensa y precipita. Así sucede al final de su película más emblemática, y sin duda una de los mejores, The Royal Tenembaums, cuando Royal le regala un perro a ese hijo con quien, hasta el momento, mantenía una relación ofuscada y rencorosa. El mero hecho de que el hijo le responda, todavía sin poder mirarlo a los ojos, "Thank you, dad", sugiere, con sencillez y al mismo tiempo con una fuerza arrolladora, un cambio profundo en el personaje de Ben Stiller.




Pero además de estas escenas cruciales, que representan el clímax de la trama, están todos aquellos cuadros intermedios, tiernos o patéticos, donde los personajes descubren un aspecto de sí mismos que hasta entonces desconocían. Como cuando la precoz pareja de Moonrise Kingdom baila en la playa...




...o cuando, en Darjeling Limited, el hermano mayor se libra de sus vendajes. Sobre esta escena quisiera hacer una pequeña reflexión. Se trata del momento en que el personaje encarnado por Owen Wilson se quita, por fin, ese casco de gazas y vendas que ha llevado durante toda la película empotrado en la cabeza. Los tres hermanos están frente al espejo. Wilson desnuda sus heridas, causadas por un accidente de tránsito del que el espectador sabe poco y nada. (Es importante considerar que, veinte minutos antes en la película, ha sucedido una desgracia que trastorna el viaje de estos tres hermanos; esa desgracia, que no tiene nada que ver con el accidente que sufrió Wilson con su auto tiempo atrás, también se pone en juego, de una forma opaca, en la escena del espejo; esencialmente porque se trata de dos acontecimientos trágicos, decisivos en la vida de los personajes, cuyo único responsable es el azar). 

Entonces, cuando Wilson descubre sus cicatrices, uno de sus hermanos dice: 

- Not´s too bad...

Y el otro , tras una pausa:

- It gives personality...



Wilson, después de unos segundos, asiente suavemente.

Puede pensarse que hay al menos dos formas de llevar las cicatrices: una es llorarlas, compadecerse de uno mismo. La otra, pensar las marcas que deja el dolor en nuestro cuerpo como inscripciones móviles, sujetas a múltiples lecturas. La cicatriz es la marca que deja el accidente, no el accidente en sí mismo. Incluso podría decirse que la cicatriz es, ante todo y paradójicamente, la prueba de que el accidente ya pasó: marca neutra, símbolo vacío. Con el tiempo, esa marca podrá adquirir sentidos y direcciones diversas, igual que cuando trazamos un mapa (político) sobre un territorio (físico). Cicatrices: hendiduras lúdicas donde poner en juego la propia personalidad. Esta perspectiva permite adueñarse con humildad y con humor de esa condición azarosa y falible propia de la vida humana. 

Todos tenemos cicatrices que han modelado nuestra sensibilidad. Los personajes de Wes Anderson las llevan con orgullo y sin prejuicio, como si fueran una pieza obligada del disfraz que lucirán esta noche, una vez más, en el baile del pueblo.

Los amados

"En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para los dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada una de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir... La mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar al amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor."

Carson McCullers, en Balada del Café Triste

Un pequeño milagro







"El agua de la ducha dejó de correr. Un momento después oí que Herb silbaba al abrir la puerta del cuarto de baño. Seguí mirando a las mujeres de la mesa. Terri seguía llorando y Laura le acariciaba el pelo. Me volví hacia la ventana. (...) Pensé, abruptamente, que era una lástima que los McGinnis no criaran caballos. Quería imaginar a unos caballos galopando por aquellos campos al oscurecer, o incluso quietos, con las cabezas vueltas en direcciones diversas, cerca de la valla."


Principiantes, Raymond Carver






Hace poco resignifiqué los conceptos tradicionales de tono narrativo y estilo literario. Si hasta el momento consideraba al primero como la construcción potente y verosímil de una voz (con la destreza técnica y la inspiración artística que esto requiere) y, en otro orden, al estilo como un ritmo lingüístico propio del escritor, indisociable de ciertos temas y obsesiones, ahora pienso ambos conceptos como parte de una jerarquía virtuosa:

Lograr un tono sería lograr un fluido ficcional estable y continuo, que tiene sus momentos de condensación y brillo (Truman Capote, por ejemplo, o Ian McEwan).



En cambio, un estilo sería lograr, mediante una feroz economía de fuerzas, pequeños milagros que arrastren el texto de un golpe hacia una zona desconocida, inhóspita y maravillosa (Bolaño, Borges, Cortázar, Carver). Un escritor que ha ganado un estilo sería un escritor capaz de desbordar el texto dentro del texto mismo, hundiéndolo en un fugaz abismo del que ya no se puede volver.

Hoy releí el cuento 2073, de Bruzzone -un cuento extraordinario-, y hubo un fragmento que me impulsó a repensar estas cuestiones:

"...Los golpes al corazón pueden hacer que uno replantee toda su vida en segundos, que esos segundos exploten en otros y en otros, y entonces todo el tiempo se puede concentrar en un solo instante, como las ideas sobre la muerte en un velorio o la luz en una sala de espejos..."

Problemas psicológicos

"Dios  mío,  ¿por  qué  me  siento  tan  culpable?  ¿Será  porque  odié  a  mi  padre? Probablemente la causa está en el incidente de la ternera “a la parmigiana”. Bueno, ¿qué hacía eso en su cartera? De haberle escuchado, ahora estaría ahormando sombreros para ganarme la vida. Me parece que le estoy oyendo: «Ahormar sombreros… ¿concibes algo mejor?». Recuerdo su reacción cuando le dije que pretendía dedicarme a escribir. «Lo único que tú escribirás será en colaboración con un búho». Sigo sin tener ni idea de lo que quiso decir... ¡Qué hombre tan triste! Cuando representaron en el Liceo mi primera obra, “Un quiste para Gus”, se presentó la noche del estreno con frac y careta antigás."

Woody Allen,
en Sin plumas

Un enorme barco de papel




          Primero hay que decir que vivo en el barrio porteño de Núñez, o mejor dicho en las Lomas de Núñez. Esto es, que vivo en una zona residencial que nunca sufre inundaciones –más bien las desplaza hacia los terraplenes de Belgrano– y que linda con el Puente Saavedra, es decir con la Provincia de Buenos Aires. Aclarado esto, resulta natural que a veces, cuando salgo a caminar, llego inesperadamente a la ex ESMA.

Pero no. No resulta natural. ¿Por qué, entonces, siempre me veo llegando, como me sucedió esta tarde, al edificio de la ex ESMA? Tal vez porque caminar sin rumbo implica siempre poner en movimiento la memoria, trabajar con el pasado y con los sueños, con los recuerdos más placenteros pero también con los exabruptos de la imaginación.

Cuando lo vi desde la vereda de enfrente, antes de cruzar Libertador, ese predio inmenso, sembrado de edificios adustos de paredes color crema, se me representó como una inmensa promesa de amor. Pero oía unos gritos apagados de fondo. Una sombra titilaba en el cielo, preñada de colmillos.

Me resultó curioso que una parte del predio esté todavía en construcción. Ha sido así desde que yo lo visito, hará más de dos años, y hoy, por primera vez, inquirí el motivo de las obras. La respuesta del administrativo fue que quieren reutilizar los grandes galpones abandonados, arreglar los caminos, incrementar la iluminación. Yo prefiero pensar que un espacio para la memoria (y no, precisamente, un museo de la memoria) requiere siempre de una parte derruida, precaria, un costado aún no elaborado por los discursos o los sentimientos. Es decir: una zona franca del trabajo humano.

También me pregunté, por primera vez, por las decisiones que debieron tomarse cuando se decidió convertir la Escuela de Mecánica de la Armada en un centro de documentación de los desaparecidos en dictadura, y en esos Centros Culturales que están hoy en día entre los más importantes de la ciudad: el ECUNHI y el Conti. Los alemanes enfrentaron el mismo debate después del Holocausto: ¿qué hacer con los edificios del nazismo, o en nuestro caso, de los militares? ¿Los preservamos tal cual, para poder mirar el horror a los ojos cuando necesitemos hacerlo, o los reconvertimos en centros de reunión, de disfrute, de cultura? La respuesta sin miramientos del administrativo del Conti me dejó pensando: el viejo casino militar se va a conservar, tal cual, hasta que el polvo mismo de la historia arrase con él. Lo cierto es que, en el caso de que el casino se conserve tal cual, en el predio existen muchos otros espacios diversos con los que se completa (se re-construye) una visión polifacética sobre la historia política de los últimos años y sus hacedores (es decir, sobre nosotros). Sin ir más lejos, el administrativo me invitó finalmente a visitar una excelente muestra fotográfica, de la que me gustaría destacar, ahora, tres o cuatro fotos. Esas fotos –o mejor dicho, otra foto, la que ahora sostengo en mis manos, pero que resume y justifica a las anteriores- depararon el humilde destino de este artículo.

El objetivo general de la muestra era exponer todo aquello a lo que "la ciudad le da la espalda". Amén de la belicosidad político-instrumental del lema -con el que, por otro lado, estoy completamente de acuerdo, salvo que reemplazaría “la ciudad” por “las personas que viven en la ciudad”-, se apreciaban retratos muy perspicaces de nuestra gente y de sus luchas. Retratos donde la naturaleza, la pobreza y la locura son vistos como los tres grandes monstruos que negamos.

Como la sala estaba vacía, vagué largo rato, dejándome llevar de manera caprichosa por impulsos que me alejaban o me acercaban a las imágenes. En una de ellas, la cámara se apoya al ras de una ancha estepa de pastos amarillos, crecidos, secos –tardé en reconocer el famoso Parque Indoamericano-. Vemos, en primer plano, una carpa improvisada con dos bolsas de residuos, un palo de escobillón y una vistosa caña, que de paso sirve de mástil a una gran bandera argentina. Al costado de la carpa puede verse, más pequeña que la bandera y como en segundo plano, a una mujer de rasgos aindiados, sentada en un banco de tres patas y mirando a cámara con los ojos entrecerrados.

Otra de las fotos muestra el barrio popular número 17. La cámara captura cientos y cientos de casuchas construidas con chapa, cartón y madera, que se extienden sin solución de continuidad hasta el horizonte. Absolutamente todas están cubiertas hasta la mitad (y algunas ocultas casi por completo) por el agua de una inundación, de manera que parece que cada casa o choza fuera una balsa en medio del diluvio universal. El cielo gris y celeste se refleja en el agua. La sensación es que esa fina costra compuesta por los caparazones de todas las casuchas está suspendida en el cielo inconmensurable.

La última de las fotos que procuré recordar en detalle es más curiosa. Se trata de un ambiente infame –un baño, tal vez una despensa vacía– del Hospital Borda, en cuyo centro se yergue un barco de papel literalmente gigante, del tamaño de un ser humano. La manufactura del barco parece obedecer al sencillo procedimiento que todos aprendimos en la escuela. Pero el barco, lo repito, es inmenso, y está solo en la fotografía, apoyado torpemente contra una pared sucia.

Tuve una sensación de exaltación, y hasta de aventura, cuando contemplé la imagen patética. Y esto porque me pareció, por un momento, que los locos eran más capaces de crear su propia realidad que nosotros mismos. Pensé que la suerte de un loco en un manicomio abandonado de Latinoamérica puede ser mucho más venturosa que la de un vulgar maníaco en una clínica europea de alta complejidad. Faltan médicos, faltan enfermeros, faltan psicólogos. Pero lo que no faltan, definitivamente, son artistas.

Imaginé en un segundo todas las posibilidades expresivas explotadas al máximo en un edificio inmenso repleto de locos contentos o melancólicos. Imaginé una vida de la imaginación y la acción, una filosofía profana, purificadora. Todo lo vi en un segundo (como lo ve un personaje llamado Borges en un cuento insigne).

Después di unos cuantos pasos adelante, como para acercarme al inverosímil cuadro, y escuché un leve rasguido. Al mirar al piso vi una postal dada vuelta. Me agaché y la agarré.

En la parte frontal –la observo ahora en mi casa, frente a mi escritorio, mientras el sol cae sobre las Lomas de Núñez como si estuviera naciendo, como si en realidad el ocaso fuera un amanecer– se ve a un hombre de bigotes y anteojos, sentado en una silla, en medio de un corredor. Pierde la mirada en algún lugar lateral. En su mano izquierda sostiene un cigarrillo. La derecha la tiene apoyado sobre una especie de carpeta (¿o es un libro?) que descansa sobre su falda. Al darla vuelta, palabras textuales, leo: “Levanté un negativo que se había caído, lo miré a contraluz y me di cuenta de que era yo. Estaba mi foto junto con la de otros compañeros desaparecidos. Escondí esos negativos y me los llevé como prueba y testimonio de lo que había ocurrido dentro de los muros de la ESMA". Bajo a este breve texto hay unos renglones para que el lector complete la escritura a piacere y, más abajo, el logo aguerrido del Espacio para la Memoria. Cuando levanté la vista y volví a mirar la foto del barco, ese inmenso y sencillo barco de papel en medio de una habitación descascarada, tuve una espiral de felicidad.

Solo ahora entiendo por qué.

Una vez en un poema


"Los poemas, incluso cuando son narrativos, no se parecen a los cuentos. Todos los cuentos tratan de batallas de una u otra clase, que terminan en victoria y en derrota. Todo se mueve hacia el fin, cuando se sabrá el resultado. Los poemas, ajenos a los resultados, cruzan los campos de batalla, atendiendo a los heridos, escuchando los locos monólogos de los triunfadores y los temerosos. Traen una especie de paz. No por medio de anestesias o tranquilizadoras confirmaciones, sino por medio del reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no desaparecerá como si jamás hubiera existido. Sin embargo, no se promete un monumento. (¿Quién que esté todavía en el campo de batalla desea monumentos?) Se promete que el lenguaje ha acogido, ha dado refugio a esa experiencia que lo ha pedido a gritos. Los poemas son más parecidos a una plegaria que los cuentos, pero en la poesía no hay nadie a quien orar oculto tras el lenguaje. El lenguaje mismo debe escuchar y conceder. Para el poeta religioso, la Palabra es el primer atributo de Dios. En toda la poesía las palabras son una presencia antes de ser un medio de comunicación. Sin embargo, la poesía usa las mismas palabras y más o menos la misma sintaxis que, digamos, el informe general anual de una corporación multinacional. (Corporación que prepara, para su provecho, algunos de los más terribles campos de batalla del mundo moderno.) Entonces, ¿cómo puede la poesía transformar el lenguaje de tal modo que en vez de comunicar información, escuche y prometa y cumpla la función de un dios? Que un poema pueda utilizar las mismas palabras que el informe de una empresa no significa más que el hecho de que un faro y la celda de una prisión puedan construirse con piedras de la misma cantera, unidas con el mismo cemento. Todo depende de la relación entre las palabras. Y la suma total de todas las relaciones posibles depende del modo en el que el autor se relacione con el lenguaje, no como vocabulario, ni como sintaxis, ni siquiera como estructura, sino como principio y como presencia. El poeta sitúa el lenguaje más allá del alcance del tiempo: o, más precisamente, el poeta se acerca al lenguaje como si fuera un lugar, un punto de reunión donde el tiempo no tiene objeto, donde el tiempo está abarcado y contenido. Si la poesía habla a veces de su propia inmortalidad, esta demanda tiene mucho más alcance que la afirmación del genio de un poeta particular dentro de una historia cultural particular. En este caso, se deben diferenciar la inmortalidad y la fama póstuma. La poesía puede hablar de inmortalidad porque se abandona al lenguaje en la convicción de que el lenguaje abarca todas las experiencias, pasadas, presentes y futuras. Hablar de la promesa de la poesía podría ser equívoco, pues una promesa se proyecta hacia el futuro, y lo que la poesía propone es precisamente la coexistencia del futuro, el presente y el pasado. Una promesa que se aplica al presente y al pasado así como al futuro es más bien una certeza."
Jhon Berger
Traducción: Mirta Rosenberg /
Diario de Poesía Nº 5 (Invierno de 1987)